Jordi Póquet, el alma del paisaje

Entendí, al mirar casi en la oscuridad, que la luz estaba allí, en las telas, pintada y silente. Luz de cuadros, capturada y retenida en el encantamiento estallante de un instante perfecto, irrepetible, cuando la invisible pulsión es color y es clara. Es la mirada abierta, el secreto despierto de Jordi Poquet cuando pinta la imagen de su peregrinación por los lugares mallorquines.


Tierra adentro o junto al mar, Jordi Poquet saborea el aire propio de ese paraje y lo absorbe con la avidez impaciente del penitente solitario. Entonces, solitario paciente, vierte sobre las telas todo un mundo interior que es un reflejo personalizado del mundo que lo rodea.


Y es que Jordi Poquet sabe que el paisaje no es solo una inmediata referencia panorámica que encierra, hechicería policromada, la mirada del pintor. El paisaje es, debe ser, una premisa estética a partir de la cual el pintor, en el registro de la emoción artística, pueda desarrollar su capacidad creativa.

Por estas razones, el corazón siempre conoce razones intuitivas, Jordi Poquet, desde una visualización directa, sensorial, esencializa el paisaje y, con apasionado criterio, realiza una valoración plástica llena de un profundo y claro mediterraneísmo. Signo supremo de un pintor que, como Jordi Poquet, se ha embriagado de luz coloreada para desplegar, luego, un repertorio pictórico sensible y brillante.
Él, Jordi Poquet, parece atrevido y es tímido, parece espontáneo y es meditativo. Por eso construye su pintura desde una interioridad recitativa, ajustada y expansiva. Por eso, los paisajes de Jordi Poquet son de una notable ligereza, espontaneidad, de pincelada sobre una sólida, meditada, concepción compositiva.
Por eso, sin temer la conjugación vibrante de los colores complementarios, ni la obligada definición de los primeros planos, Jordi Poquet crea intensidades zonales y espacios neutros y, en tensión cromática, se lanza por la horizontalidad tonal de las perspectivas afinadas hasta los límites de las transparencias de los celajes, donde los azules ingrávidos se tornan serenos y quebradizos bajo matices nacarados que contrapuntean suavidades malvas, terciopelos purpúreos, rosados iniciales, blancos insinuados, epifanías celestiales.
Jordi Poquet ama el aire del campo y el aire del mar. Ama las agrupaciones de retamas que manchan de sangre el lienzo germinal de los sembrados. Ama la hora invernal cuando los almendros tejen encajes nupciales y efímeros. Ama la majestad encorvada de los olivos de cabeza plateada que marcan la memoria secular de la tierra. Ama las desalineadas hileras de flores silvestres, canto humilde de lirios pálidos, de amarillos dorados, de verdes juguetones, de rojos desgarrados sobre unos ocres alargados.
Ama y pinta, Jordi Poquet, el clima marino, el clima salado que se adormece en la playa llena de sol. Vuela desde el ramaje de los pinos, agujas verdes, color escondido dentro de un laberinto herido por aromas deshojados. Reflejos licuados, tranquilos, como hilos acuarelados de una densidad antigua, mítica, como el mismo rumor del mar. Ama y pinta y pinta y ama, Jordi Poquet, el secreto milagro de la luz de la tierra, de la luz del mar, de la claridad de la atmósfera que, fugaz aventurera, es medida humana de la dulce y dramática profundidad del paisaje. Porque el paisaje, para Jordi Poquet, es una categoría artística más allá de la inmediata referencia del entorno vivencial. Es el alma del paisaje.

Alexandre Ballester
Otoño 94, Sa Pobla