La figura de Ramón Nadal Horrach (Palma de Mallorca 1913-1999) supone un referente indiscutible en la pintura postimpresionista y también un maestro de artistas en la pintura balear del siglo XX. De porte serio, mirada serena, innata elegancia y esquivo de multitudes, se convirtió en un genio por méritos propios. Vivió por y para la pintura, y nada ni nadie le apartó un ápice del destino por el cuál vino a este mundo: para crear arte al más alto nivel.
Su padre, D. Jacinto Nadal, hombre de exquisita cultura y copiosa mundología, descubrió en su hijo aún siendo un niño, el talento y las aptitudes para el dibujo y las artes plásticas que luego con dedicación, disciplina y el transcurso del tiempo lo convertirián en un insigne maestro del arte. Más tarde, el joven Ramón Nadal se inscribiría en la Escuela de Artes y Oficios de Palma de Mallorca, cuyos maestros fueron dos grandes referentes de la pintura paisajística de Mallorca: Lorenzo Cerdá y Francisco Rosselló, dos pintores de corte academicista pero bañados por la fuente del impresionismo. Con posterioridad y acreditado con las capacidades técnicas necesarias para dedicarse al bello arte de pintar; hallaría a su más influyente maestro y consejero, el gran y célebre pintor argentino que tras regresar de París se instaló en Mallorca: Francisco Bernareggi.
Ramón Nadal realizó su primera exposición con apenas trece años en el “Salón de La Veda” y su inminente éxito tanto de crítica como de ventas resultó tal, que no dejó de pintar y exponer sus obras hasta su fallecimiento acaecido en 1999. Compartió cartel con los artistas más relevantes de la época: Anglada Camarasa, Francisco Bernareggi, Tito Cittadini, Eliseo Meifrén, Roberto Ramaugé, Antoni Gelabert, Lorenzo Cerdá…
Posiblemente el éxito de Ramón Nadal radique en su honestidad y también en su tenaz afán de autosuperación. Ante todo hablamos de un pintor serio y que se dedicó con exclusividad a su arte, evitando cualquier interferencia externa. Como ejemplo de ello, huyó siempre de certámenes y concursos puesto que consideraba que le esquilmaban un tiempo que debía dedicar a su pintura. Y por otra parte, la férrea disciplina, constancia y afán de superación que se autoexigió siempre, le guiaron hacia el olimpo de los creadores de arte. Sus telas, alcanzarían las más altas cotas de belleza y esplendor. Porque la obra de Ramón Nadal es ante todo bella y colosal. Sus vívidos paisajes de empasto denso y viril presentan a la naturaleza de la isla, agreste y arrogante, manifestando todo su poderío.
A pesar de tratar con suma delicadeza la figura y el retrato—ejemplo de ello son sus fascinantes gitanas que nos recuerdan a Nonell—y con perfecta armonía sus bodegones y naturalezas muertas, lo que más define su pintura es sin duda “la exaltación de la naturaleza”, con sus formas y lugares y plasmándola con una fuerza inusitada. Su trazo es firme, valiente, enérgico, decidido, y su paleta cromática abarca una gama que se antoja infinita debido al absoluto dominio de los colores. Fiel a sus conocimientos técnicos, a su serenidad y a su sensibilidad, Ramón Nadal consigue que un matojo campestre y dos rastrojos en el borde de un camino intransitado se transformen en un paisaje majestuoso con inmensa riqueza de matices.
Como gran artista y manteniendo las nobles costumbres de los pintores impresionistas y modernistas, el maestro Ramón Nadal jamás fue un pintor de estudio inspirándose en bocetos y fotografías; en este sentido procedió igual que hicieron sus pintores predecesores: a “plein air”, asentando su caballete entre las rocas angostas de la Sierra de Tramontana, o rodeado de hierbas, ramas y maleza bajo viejos olivos y enmarañadas chumberas.
Atendiendo a sus variedades cromáticas algunos críticos lo han encasillado en diversas etapas; sin embargo Ramón Nadal—un maestro en constante experimentación—no siempre siguió una evolución lineal. En algún punto del camino y siempre en busca de la grandilocuente belleza del instante, jamás le supuso un inconveniente recrearse en utilizar técnicas y estilo de sus etapas anteriores.
De manera orientativa, podríamos considerar que en una primera época que abarcaría su juventud, hasta 1940 aproximadamente, estaría marcada por la influencia academicista y su inmersión en el “noucentisme”.
Desde 1942 hasta mediados de los años cincuenta evolucionaría en una línea postimpresionista en la que extendería con avidez su extensa paleta cromática con predilección hacia la gama de verdes y azules y aplicando una pincelada con notorio empasto. Y desde la mitad de la década de los cincuenta hasta el fin de sus días, se caracterizaría en primer lugar por el cambio de herramienta; sustituyó el pincel por la espátula, impregnando un trazo todavía más poderoso en sus telas y a su vez el empaste matérico de la pintura al óleo adquiere un volumen y densidad poco usuales. El relieve de la pasta ólea sobre el lienzo sólo es comparable a otros dos grandes artífices del paisajismo balear: Ferrán Arasa y Bernardino Celiá. Los paisajes de Ramón Nadal adquieren una viril voluptuosidad que atrapan al espectador y lo enervan al abismo del acantilado. La obra del artista se convierte en un espectáculo intenso, profundo, ingente; como las sinfonías de Brückner o Mahler.
A pesar de ser un hombre casi con miedo escénico, huidizo del protagonismo y con desdén hacia los premios y reconocimientos, en 1952 se le concedió la Medalla de Honor del Círculo de Bellas Artes de Palma de Mallorca, el premio único del cincuentenario del Fomento de Turismo (1955), el nombramiento de Académico de Número de la Real Academia de San Sebastián de Palma de Mallorca (1964) y el Premio de los Premios “Ciutat de Palma” en 1973, concedido por el Ayuntamiento de Palma de Mallorca. El legado de Ramón Nadal, por fortuna es extenso y representado en distinguidas instituciones y pinacotecas.
Ante todo D. Ramón Nadal fue un artista sincero y honesto que con sensibilidad y sabiduría supo captar la belleza de su tierra y expresarla con amor y pasión en cada una de sus telas.
Damián Verger Garau
Perito Judicial en Arte y Antigüedades y
Crítico de Arte