LOS GENIOS: DIONÍS BENNÀSSAR

«¡Que sólo con el bien de tal memoria toda la pena me trocáis en gloria!» (Lope de
Vega)

Dionís Bennàssar nació, vivió y murió a la luz de Pollença, tan firme al menos como la del paraíso al decir de los peritos en salvamentos y penitencias,
condenaciones, purgas del alma y otras circunstancias y arbitrios.

Y a Dionís Bennassar le bailaban los colores en la cabeza, delicadísimos como
pájaros bravos o como niños haciendo títeres al borde del precipio.

¿De cuál? No lo sé; en Pollença hay muchos precipicios cortados sobre la mar y la aventura. Y en la raíz del precipicio y bajo las aguas, la morena culebrea persiguiendo suicidas poetas, y otras suertes atroces.

Para Leonardo da Vinci la pintura es una poesía que se ve y no se oye.

– Pero, ¡hombre de Dios!, ¿no oyes respirar fuerte a las mujeres en cueros de
Dionís Bennàssar, con sus tetas agresivas y su gesto de estar de vuelta de todas las bienaventuranzas y de todos los pecados?

– Sí. Y también de todas las agresiones y de casi todas las renunciaciones.
Recuerda que tan sólo los ángeles son capaces de agredir renunciando a la pelea.
Para Leonardo da Vinci la poesía es la pintura que se oye y no se ve.

– Tampoco es cierto del todo. O mejor dicho: la poesía y la pintura en los cuadros
de algunos pintores y en los versos de ciertos poetas, suena y se deja ver con iguales estremecidos acentos.

Y Pollença es latitud de poetas y de pintores, cada uno afanado en su jolgoriosa fiebre y cada uno anclado en su órbita habitada por el misterio.

Dionís Bennàssar, con la paleta en una mano y el pincel en la otra, zarandeaba al
mundo atrapándolo con su firme pulso por la garganta hasta hacerle sacar la
lengua y fingir el visaje del atemorizado amor que da vida.
Y el mundo que se refleja en sus cuadros no es el que vio sino el que vemos, porque Dionís Bennàssar,adivinando el pensamiento de Paul Valéry, sabía que el pintor no debe llevar al lienzo lo que ve sino lo que verá. Así se escribió la historia sagrada, por pálpitos y presentimientos, y así se
conquistaron mujeres y reinos, se escribió la Odisea, se levantó el Partenón, se circunvaló la Tierra, se compuso música, se pintó, se cantaron canciones
estremecidas, se danzaron las misteriosas danzas de las siete suertes y se llegó a la Luna.

Es un camino sin fin -y también sin esperanza- que nos lleva, por encima de la muerte y sus improperios, hasta las eternas lindes de la belleza que ni cesa ni se acongoja jamás. Dionís Bennàssar fue un pintor epicúreo, quizá resulte más claro llamarle un pollensín pagano y enamorado de la belleza y de la vida, que pintó árboles y flores, nubes del cielo y olas de la mar, ideaciones, mujeres y fantasmas con el mismo desaforado amor con el que pasó por la corteza de la tierra y sus mil santificados reflejos de formas, colores y susurros.

Virgilio, en la Eneida, supone que la herida vive siempre en el fondo del corazón. Se respira por la herida, se canta por la herida, se pinta por la herida y se ama por la herida que adorna el fondo del corazón con sus labios de sangre y su latido.
Y en la pintura de Dionís Bennàssar sopla el viento que nace, como un río tiernísimo y caudaloso, en aquella herida y sus violentos vaivenes.

– ¿Y por qué sabes, si aún no leíste la Jerusalén libertada, que no hemos de morir en vano?
Y entonces el poeta moribundo, componiendo su mejor y más convencional sonrisa, respondió:

– Porque cuando se sabe mirar y sufrir, se sabe todo. Si me guardas el secreto, te diré que mis paciencias las aprendí en el estreno de Chantecler, el gallo que inventó Rostand.

Camilo José Cela

Quise a Mallorca por primera vez allí donde Dionís Bennàssar la había pintado.

Desde entonces me he acostumbrado a verla con sus colores, con los trazos
vigorosos de sus pinceles, con la misma ingenuidad de su mirada de payés, con su idéntico y poderoso paganismo. Todo en la isla, pero aún más en Pollença, en las calles que le están en torno y en las rocas que desde lo alto miran al pueblo con benevolencia, toda la luz, todos los verdes y azules y los rosas, todo se me antoja como una particular interpretación de las tonalidades de Dionís Bennàssar.

Lo miro y me siento satisfecho de que mis ojos vean lo que son los suyos. Y comprendo que lo que ahora me rodea está hecho solamente de luz y color.
Cuando se vive en Mallorca, como Bennàssar, es preciso acostumbrarse a la luz
que desprende y alimentarse de ella como si se tratara de una bebida que todo lo
invade, a veces cantarina y ligera como el mar, a veces pastosa y acre como el aceite.

No es tarea fácil, porque, para conseguirlo, es preciso aprender a pegarse de pronto a la tierra de los bancales, como los pinceles a la paleta, untarse a ella y
teñirse de sus ocres.

Es necesario tener el alma dispuesta a enroscarse, como la espátula en el pigmento, a la madera de los olivos que han retorcido siglos de crecer al antojo de una torturada búsqueda de aire y sol; unirse al suave tronco de los almendros en flor; zambullirse en los atardeceres rosados de un acantilado y en las montañas cristalinas de una cala cualquiera que se abriera a los pies de la sierra de Tramuntana; gustar del sabor amargo y verde de una aceituna curada en hinojo marino y de la poderosa sexualidad de una joven campesina de mandíbula
desafiante y de pechos desnudos; achicarse frente a un pino que se yergue sobre
una roca, bombeándose contra el mar, violentamente sujeto por las raíces descarnadas que le asoman de la piedra como si de los talones de un halcón se
tratara.

Ese es Dionís Bennàssar, al que no conocí. Cada trazo espeso de sus pinceles es más que una imagen, es volver a la entraña de la tierra mallorquina.

Desde sus dibujos primitivos hasta sus ensoñaciones marinas, desde el agua apacible de sus calas hasta las extrañas flores malva de sus almendros, hay en
cada matiz, en cada claroscuro, una sensualidad profunda y mediterránea.

Puede que sus colores no sean los académicos, porque no hay carros rosas tirados por burros azules, no hay mujeres verdes, y, sin embargo, reconozco como
míos los pigmentos de Bennàssar y los veo, como él, a través de un extraño prisma de astigmatismo pagano.

Así son las tonalidades íntimas que cada cual reconoce en los rincones secretos que tiene en Mallorca.

Dionís fumaba, tosía, apostaba y era libre. Enamorado de la vida, la vivió sin salir de donde estaban ambos, él y su existencia. Escudriñó las facciones y, sobre todo,
los torsos de la gente que le rodeaba y luego los dibujó con descaro, casi provocativamente.
Eran de su tierra y de su alma; y así quedaron estampados en el papel y en los lienzos: poderosamente quietos, abiertamente quietos, abiertamente satisfechos
de sí mismos. No hay miserables en la pintura de Dionís.

Miraba los pinos y los retrataba de un solo color. Miraba al mar y lo retrataba de un solo color. De pronto, le agarrotaba la sensualidad e imaginaba a una mujer, siempre la misma, y la pintaba de un solo color.

Para Dionís Bennàssar, la tierra y la vida, la naturaleza y los sentidos tenían todos la frescura pastosa del verde. Aprendió a pintar solo, sin que nadie le enseñara, porque la pintura le fluía de los dedos de forma absolutamente natural. No hay artificio en ella.

Como toda libertad, es un trallazo dado a los sentidos.
Así es cómo lo percibirán quienes vean la exposición de su obra y así lo recordarán quienes, sin poderse resistir a ello, miren una y otra vez las páginas de
este catálogo.

Fernando Schwartz

dionís bennàssar

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