TARRASSÓ, LA REVOLUCIÓN CROMÁTICA.

Una aproximación a la figura de alguien de la talla de Tarrassó es ya de por sí un gran reto, definirla resulta imposible. Con la espontaneidad que siempre lo caracterizó, la mejor definición de su obra la expresó él mismo en una entrevista para la prensa: “Sin color no hay pintura”.

Casimir Martínez Tarrassó nació el año 1900 en Sarrià (Barcelona), en un entorno familiar muy humilde. Con solo un año de edad quedó huérfano de padre, y su madre, de quién adoptó su reconocido apellido como artista, con gran esfuerzo y muchas penurias, logró sacar adelante a Casimir y a sus dos hermanos. Esta vivencia marcaría a nuestro pintor para siempre. Jamás olvidaría aquella infancia falta de recursos

Si en ocasiones se debate acerca de si el genio nace o se hace, Tarrassó llegó a este mundo ya predestinado. A los siete años fue matriculado en l´Escola de la Llotja de Barcelona, donde tuvo como profesores a Félix Mestres y a Ramiro Rocamora, pero su carácter rebelde e indisciplinado no se avino bien con aquel modelo de enseñanza académica. Más tarde cursó estudios de pintura en el Círculo de Bellas Artes de Barcelona donde Nicolás Raurich (1874-1945) fue su mentor y quien le ayudó a mejorar la técnica de la pintura y el dibujo, siendo el joven Tarrassó aprendiz en su taller gracias a la amistad de su khermana con la familia Raurich, convirtiéndose en el alumno más destacado. Mientras se dedicaba con cuerpo y alma al noble arte de la pintura, para subsistir, Tarrassó trabajó en una empresa de comercio como repartidor y vendedor ambulante.

El punto de inflexión que determinaría su posterior evolución como artista surgiría con la aparición de Ramona Planas, persona de exquisita sensibilidad artística y formación, quien acabaría convirtiéndose en su esposa. Contaba ella con un taller de arte propio que compartió con Tarrassó para impartir clases a su alumnado, y fue quien lo animó a realizar su primera exposición individual en las Galerías Layetanas de Barcelona en 1928. Tras la guerra civil española, en la que sobrevivió como buenamente pudo, sobrevinieron unos acontecimientos decisivos en su trayectoria artística y personal. Por una parte, expondría en las Galerías Augusta de Barcelona, presentando unas obras colmadas de un cromatismo enérgico y vitalista que dejaría anonadado al gran público y dividiría drásticamente a la crítica y, por otro lado, visitó por primera vez Mallorca, isla que, junto a la Costa Brava, pasaría a ser su principal fuente de inspiración y en la que fijaría su segunda residencia hasta su fallecimiento.

Como sucede con la mayoría de los genios, Tarrassó fue un adelantado a su tiempo y, como resultado de ello, en buena medida, un incomprendido. Los que tuvieron la suerte de conocerlo y gozar de su amistad lo calificaron como un personaje excéntrico, de gran temperamento, de trato directo y sin pelos en la lengua, pero también de una gran sencillez y sensibilidad. 

Su residencia en Palma y su estudio en Santanyí no ofrecían comodidad alguna más allá de lo más elemental; era totalmente ajeno a la codicia y sentía cierto desdén por todo lo material: un perfecto ácrata sin ser consciente de ello. Para Tarrassó su vida era la pintura, y no hacía nada ni le importaba nada que no se relacionase con ella. Asistía con asiduidad a reuniones con artistas, tenía fama de gran orador y mantenía amistad con pintores de su generación, pero jamás quiso tener marchante -los consideraba sanguijuelas- y siempre profesó una gran animadversión a los galeristas a los que tildaba de “piratas y vividores”. Mantenerse firme a sus convicciones le generó poderosas enemistades y en más de una ocasión le cerró algunas puertas muy codiciadas.

El arte de Tarrassó es vitalista y sensorial, los trazos de su pincel muestran en sus pigmentos la alegría de la vida. Su obra está repleta de sensaciones vibrantes que él capta de su alrededor y plasma sobre el lienzo, su pintura es viril, de gran empaste, esplendorosa desde el primer trazo. La amalgama cromática es siempre atrevida y rompedora, distante de la realidad objetiva. Tarrassó crea un mundo colorista paralelo, aplicando gruesos toques de espátula, vigorosos y absolutamente lumínicos. A medida que transcurre su trayectoria el cromatismo adquiere una mayor trascendencia, sus paisajes sucumben a una deconstrucción próxima a lo abstracto. El cielo es a veces de color rojo o amarillo, las montañas de color fucsia, azul o turquesa, la virulencia de sus trazos es siempre exacerbante, pero todo encaja a la perfección en este bello universo del que es creador Casimir Martínez Tarrassó.

En cuanto a influencias se refiere, Tarrassó bebió del manantial del postmodernismo, del fauvismo y también del expresionismo, pero su visión exultante del paisaje, su peculiar técnica para afrontar los retos y su estilo personalista marcan distancia respecto a estos movimientos artísticos. Joaquim Mir y Hermen Anglada Camarasa son sin duda los pintores modernistas que más le inspiraron, y Paul Gauguin el fauvista que le influenció. No obstante lo anterior, la obra de Tarrassó no se presta a ningún tipo de encasillamiento bien que algunos críticos contemplan a Tarrassó como un continuador de Joaquím Mir.

Lo cierto es que Tarrassó ha sido un gran creador y los grandes creadores se convierten en generadores de su propia corriente. Sus discípulos más relevantes son Octavi Pou, Fidel Bofill, Josep Farràs y, muy especialmente, Rosa Palou Rubí, de Campanet (Mallorca).

Tarrassó fue un artista en constante progresión y, por consiguiente, no resulta fácil fijar etapas en su trayectoria, bien que sí podemos mencionar tres épocas claramente diferenciadas: una primera de juventud que abarcaría hasta el fin de la guerra civil (1939) de estética academicista y con cierta influencia de Raurich, una segunda, desde 1940 hasta finales de la década de los sesenta, la de mayor trascendencia y relevancia y en la que desarrolló todo su potencial creativo, expandiendo de forma incesante su paleta cromática, y una tercera y última, de 1970 hasta su óbito en 1980, en la que su obra alcanza un punto de deconstrucción de tal magnitud que la forma es absorbida por la cromática, cuyo resultado raya la abstracción. 

Desde 1940 sus exposiciones se suceden de forma continuada en las principales salas nacionales con notorio éxito bien que no siempre comprendidas por un sector de la crítica. Una parte considerable de sus clientes fueron coleccionistas extranjeros (ingleses, franceses y alemanes). De forma habitual expuso en La Galería Augusta, Las Galerías Layetanas, Palau de Congresos y Sala Gaspar (Barcelona), Círculo de Bellas Artes/Casal Balaguer, Galerías Costa, Club Pollença (Mallorca). Recibió cuantiosos premios y medallas en reconocidos certámenes nacionales, y su obra está representada en los más distinguidos museos de arte moderno: Museo Carmen Thyssen, MNAC, Museo del Prado, Musée d´Orsay, Grand Palais, Museu Castell d´Aro, Es Baluard, etc..

Este genio de Sarrià conoció el éxito en la última etapa de su vida y ha sido tras su fallecimiento cuando la cotización de su obra no ha parado de crecer.

Tarrassó fue ante todo un pintor creativo, un artista peculiar e insólito, un revolucionario del color, siempre fiel a su arte y a sus principios estéticos, grandilocuente como su obra, dotado de una creatividad sin límites y a la vez un ser controvertido que no dudó en quebrantar de manera consciente las normas establecidas y, a su vez, desdeñar buena parte de las innovaciones artísticas del momento. 

No le importó renunciar a parte de su éxito en vida ni a las lisonjas insustanciales de algunos apoltronados plumíferos de su época. Ni el dinero ni el reconocimiento fueron capaces de quebrar su integridad. Vivió por y para el arte. El resto le interesaba bien poco. 

En la historia del arte el nombre de este colosal artista aparecerá siempre escrito en letras mayúsculas. 

 

Damián Verger Garau

Perito Judicial en Arte y Antigüedades y Crítico de Arte

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